Castorice

La nación que venera a la muerte, Aidonia, el reino de las nieves perpetuas, se ha sumido en un dulce y profundo sueño.
Castorice, la hija del río Estigia, la Heredera de Crisos que busca la Yesca de la Muerte, comienza su viaje. Debe proteger el llanto de las almas del mundo y abrazar la soledad del destino.
La vida y la muerte son solo un viaje. Cuando la mariposa se posa en una rama, lo marchito vuelve a renacer.

Desde que tiene uso de razón, la nieve en Aidonia siempre ha estado ahí. Es como si el tiempo se hubiera congelado en esta tierra blanca y silenciosa.
De pequeña, le preguntó a Amunet qué era la nieve. Amunet respondió que era la alegría y la tristeza de la vida mortal.

Siempre permanecía ensimismada, con la mirada fija en la gente de la polis.
Cada día, el guerrero bajito iba a entrenar ante las puertas del templo, el sacerdote de mediana edad cabeceaba ocasionalmente bajo la alta torre, y el erudito asceta repartía galletas de sereniflor a los niños.
En la lejanía, los críos se empujaban y reían en una batalla de bolas de nieve. Sus risas caían sobre su corazón como frutos maduros.
Desde la torre, intentaba distinguir sus rostros, pero siempre fracasaba.

La Doncella Sagrada. Así es como la llamaban cuando aparecía ante la gente, y nadie se atrevía a mirarla a los ojos.
Cuando ella se acercaba con valentía, todos retrocedían un paso y bajaban la mirada. No podía distinguir las facciones de ninguno de ellos.

Hasta que se encontraban a las puertas de la muerte. El guerrero bajito sufrió graves heridas en el campo de batalla, el sacerdote de mediana edad padeció una larga enfermedad y el erudito se contagió mientras curaba a sus pacientes. Ese fue el momento en el que más se acercó a ellos.
La vida dejó de ser una lucha contra el dolor, y en la punta de sus dedos se convirtió en pétalos de flores que volaban con el viento.
Cuando por fin tuvo la oportunidad de verles la cara, se dio la vuelta porque no podía soportar mirarlos.

"Algunas manos nacieron para sembrar, otras para gobernar... Las tuyas simplemente llevan a cabo el destino de la separación".
Las palabras de Amunet resonaban en sus oídos, y una vez se preguntó qué podrían dejar atrás sus manos.
Cuando volvió en sí, estaba mirando una escultura de hielo inacabada que sostenía en su regazo. Una joven guerrera empuñando su arma, una madre abrazando a su hijo que estaba a punto de partir al campo de batalla, una pareja aferrándose desesperadamente las caras...
Todas esas personas ya no estaban en este mundo.
Pero cosas como esas seguirían ocurriendo una y otra vez, en la tierra cubierta de nieve y fuera de ella.

Por fin comprendió que la nieve de Aidonia también se derretía, igual que todos los seres acaban en brazos de la muerte.

"Nikolaos el risueño, Ilana la amable,
y Crito, silencioso como el viento...
En la noche alzo
esos nombres perdidos y recuerdos silenciosos
para convertir la tristeza del día
en el ardor enterrado en la nieve...".
- Poema escrito por una joven y titulado «Aidonia»

El día en que abandonó Aidonia, emprendió un viaje para ver a Tánatos, una travesía sin un destino conocido.

Repelió las criaturas de la marea oscura y salvó aldeas al borde del colapso. Ya no era la Doncella de la Guerra de Aidonia, pero aún mantenía las distancias con los demás, y ocultaba deliberadamente sus manos. Sin embargo, no pudo resistirse al brillo en los ojos de los niños. La primera vez que tomó aguja e hilo, cumplió el último deseo de un niño: poder tocar un juguete de felpa.
En el campo de batalla lleno de muerte, escribió cartas a las familias de los soldados que nunca volverían a casa. También estudió poesía con un orgulloso poeta y compuso versos para despedir a quienes morían...
"La muerte es una necesidad inevitable". "La muerte es la gloria de un guerrero". "La muerte es tan solo un paso fuera del tiempo"... En aquel arduo viaje, escuchó incontables reflexiones, algunas directas, otras poéticas. Sin embargo, esas palabras eran como la brisa que rozaba la superficie del agua, sin jamás alcanzar las profundidades de su corazón.

"Entonces... alguien dijo que la ciudad sagrada envuelta por el amanecer está llena de esperanza. Quizá allí, yo también podría...".
La joven se detiene.
"No te preocupes, está bien si no quieres hablar de ello ahora. ¡Oqueima te da la bienvenida!". La niña de cabello rojo pone una taza de té caliente frente a ella.
La mujer de cabello dorado examina con curiosidad los guantes de la joven.
"Un accesorio con un diseño tan refinado... ¿También aprendiste a hacerlos durante tus viajes?".
La joven entrelaza los dedos tímidamente.
"Sí... Quería que las despedidas fueran más solemnes".

El sol de Oqueima es brillante y cálido. La promesa del Dispositivo del Amanecer de nunca caer es la promesa de un mañana infinito.

Empezó su segunda vida cuidadosamente desde aquella cabaña.
La habitación, antes vacía, se llenaba día tras día con sus adornos. Muñecos de fieltro, almohadas de quimera, gruesas antologías de poesía... Dejaron de ser símbolos de dolor y se convirtieron en regalos, recuerdos y bendiciones.
Esas costumbres que tenía antes por aquellos que fallecían volvieron al calor y la fuerza de la vida bajo el sol de Oqueima.

"La vista que se ve desde esta ventana
es igual que cuando llegué.
El sol brilla, las olas son suaves.
Soplé la nieve de mis manos,
para que no estuvieran demasiado frías, pues la primavera estaba ya demasiado cerca.
...".
Poema escrito por una joven y titulado «Primavera»

Sabía que su última parada no era la misma que la de sus compañeros buscallamas, pero poco a poco empezó a encontrar sus pequeños momentos de calidez.
Bajo la delicada guía de los hilos dorados, bailó torpemente por primera vez junto a alguien. En el exuberante jardín, Hyacine y ella hicieron unas flores secas que parecían frescas. Y el día en que se graduó en el Soto, la luz del sol iluminaba su falda y las sombras parecían las alas de una mariposa...

Los momentos que para otros pueden no significar nada se convirtieron en la hoguera con la que atravesó los fríos años de su vida.
Anhelaba la calidez, pero por eso mismo intentaba contener sus esperanzas. Tal vez sea porque el Viaje buscallamas está repleto de pérdidas, o porque no quería volver a experimentar la crueldad y la tristeza... Igual que esa pesadilla que la perseguía y que se repetía una y otra vez...

El sol se ponía en la palma de Kefale, y la luz carmesí se cernía sobre la ciudad sagrada.
La marea oscura avanzaba, y la Tejedora de Oro la abrazaba por primera vez en un baño silencioso. En el mar de flores, solo quedaba el cansado suspiro de la tejedora.
"Mi 'amor' no desaparecerá con la muerte".
"Nos vemos mañana, Cas". La mensajera harapienta se convertía en una muñeca y se desplomaba en sus brazos.
Intentaba agarrar los pétalos que se dispersaban, pero la ladrona ágil la agarraba por el brazo y le entregaba una última recompensa.
"Hazme un favor, solo esta vez. ¿Qué importa si engañamos a la muerte?".
La sacerdotisa del cielo bajaba la mirada y se apoyaba en sus hombros. El príncipe heredero ensangrentado cerraba los ojos, esperando su ejecución. El guerrero derramaba lágrimas de sangre en su armadura rota. El erudito del Soto sonreía y la invitaba a ser su último testigo.
Al final del sueño, veía a una/un visitante de más allá del cielo arrodillada/o bajo las estrellas y demostrando el mayor de sus temores...

"Querida Castori, descansa un poco más".
La doctora parecía preocupada en la sala de tratamiento mediante hipnosis del Patio Claroscuro.
Se limpió el sudor de la frente y pareció tomar una decisión.
"No, haré todo lo que pueda para que esa pesadilla no se convierta en realidad...".

"Los héroes buscallamas recorrían distintos caminos.
Nos atrajimos los unos a los otros con una tenue luz,
como las polillas que vuelan hacia el fuego.
No volamos porque veamos esperanza,
sino que vemos esperanza porque volamos hacia delante...".
Poema escrito por una joven y titulado «Buscallamas»

"Quizás... este sea mi último día en Oqueima...".
Al final de su arduo viaje, encontró una pista sobre el inframundo. Antes de dirigirse a ese lugar del que quizá no regresaría, quiso ver el mundo con sus propios ojos una última vez.

Aquel era el baño dorado de los Herederos de Crisos.
Recordó cómo, entre densas nubes de vapor, Aglaea le entregó un par de guantes que había arreglado con esmero.
"Castorice, has cambiado mucho desde que nos conocimos".
Sorprendida, acarició los hermosos patrones de los guantes mientras la líder, normalmente distante, le guiñaba el ojo con una sonrisa.
"Incluso mi yo actual puede ver tu corazón ardiente bajo el frío helador...".

Aquel era el tranquilo jardín detrás de la casa, moldeado tal como lo había visto en sus sueños.
En aquel sueño caótico, solía encontrarse con otra versión de sí misma. Juntas labraban y cuidaban el jardín, hasta que la tierra estéril se transformaba en un vasto océano de flores.
"Deseo poder seguir sembrando semillas de esperanza así en el futuro...".

Aquel era el monumento que había erigido en honor a las vidas que se perdieron en sus manos.
Desde los caídos en Aidonia hasta los Herederos de Crisos en el Viaje buscallamas... Durante más de mil años, intentó recordar cada nombre, cada historia.
"Si alguien aún los recuerda, entonces no han muerto del todo".

Aquel era el lugar donde había conocido a Trazacaminos.
Los encuentros son como un milagro, pensó. Las calles a las que ya estaba acostumbrada ahora cobraban un significado especial gracias a otra persona.
"Con mis propias manos, te daré...".

La hora del portal se acerca, y el momento de la partida acordada se aproxima.
Bajo el sol abrasador, formuló su primer y último deseo: con una vida gélida y ardua como inicio, escribirá junto a ella/él...

Poema titulado «Castorice» que termina con un abrazo de verdad