La niña estaba herida cuando la doctora la encontró, pero seguía agarrándose con fuerza a la máquina parada. Tenía los bolsillos llenos de piezas de repuesto.
La llevó rápidamente a la clínica y curó sus heridas.
La niña tenía la frente perlada de sudor y, aunque no dijo ni una palabra, sus manos no se quedaron quietas ni un instante.
La doctora sabía que, en ese momento, la niña solo podía pensar en esa máquina, como ella misma solo pensaba en sus pacientes que requerían tratamiento.
Por eso no pronunció ninguna palabra de consuelo, ni tampoco le advirtió de que tuviera más cuidado la próxima vez, sino que simplemente se quedó sentada a su lado y le hizo compañía en silencio.